Sewell de
mis amores- un viaje al recuerdo, familia y vida.
Sonreía siempre
cuando mostraba mi carta de presentación oficial: “Nací, a diferencia de
muchos, cerca del cielo, en la ciudad minera de Sewell; en plena montaña a los
2.000 msnm- lugar especial y mágico que poseía la mina subterránea más grande
del mundo, una ciudadela curiosa, diferente, enclavada en la cordillera, tenía
todos los servicios de comercio: bancos, iglesia, entretenimientos, colegios,
hospital, correos, estadios y piscina-toda una ciudad que alcanzó a tener cerca
de quince mil habitantes en su mejor momento. Eran los tiempos de la Braden
Cooper Co, la empresa que manejaba la mina, con profesionales, trabajadores y
centros de la industria. Las primeras películas en el país se inauguraban en su
cine, clubes con las grandes orquestas, encuentros deportivos también; aparte
de las fiestas de la primavera, fiestas patrias, de los clubes de bolos, fútbol,
tejo y mucho más; había que tener variadas entretenciones y esparcimiento para
tantos habitantes, familia y trabajadores. El hospital era el más adelantado
del país y tenía los últimos avances tecnológicos. Allí en algunas de sus salas
de maternidad logré abrir los ojos un día de diciembre para comenzar la vida, conocer
y soñar con existencia mejor; después seguir en la escuela que con el número 63
iniciamos asustados una etapa muy importante con mi profesora la señora Isabel
para aprender de lo bueno que tenía esta ciudad, la familia y la vida. Como era
un sitio industrial, en todas partes había maquinarias, ruidos, olores, personal
y movimiento de una gran empresa. Fue llamada “la ciudad de las escalas”,
enclavada en plena montaña con edificios de muchas familias, con baños
generales en los dos extremos separados por hombres y mujeres. Muchas familias
y también edificios para solteros.
Lo
destacable: orden, seguridad ,”zona seca”, trabajo, un tren de trocha angosta
que se empinaba tras seis horas de viaje para alcanzar los 58 kilómetros
distantes de Rancagua, todo era cuesta arriba. Decía que “era como otro país:
todo era diferente, no habían árboles, tampoco calles, pero sí una buena
organización, también chimeneas, molinos, transportes, capachos, ascensores
industriales, chancadores y mucha maquinaria; pero la fiesta para un niño como
yo era :¡la nieve!. Blanca, generosa y abundante en los meses invernales, que
eran los de ir a la escuela, como lo hacían los gringos.
Inolvidables
esos días domingos, las películas matinée; recuerdo “Scaramouche”, que
posibilitó a la salida del cine las peleas con espadas, alternando el perdedor
que en la subida del camarote le tocaba “morir de la estocada” cayendo a un
pequeña altura sobre la blanda nieve riendo y cambiando los papeles del ganador
“ya, ahora mueres tú”. Llegaba ella, muy blanca y silenciosa y nos maravillaba
al despertar con una blancura y brillando como un manto mágico cubriendo todo
lo que alcanzábamos a mirar. El paisaje cambiaba todo, parecía novedoso y
uniforme. Caminar era una odisea y lo inolvidable para un muchacho como yo era lanzarse
en trineo cuesta abajo, aunque fueran pocos metros. Ése momento increíble
aunque breve y emocionante, nos alegraba el corazón y nos llena de frescura.
Empezábamos la vida y las amistades. Los
cumpleaños allí eran bien acompañados pero una noticia nos trae un cambio tremendo que modificaría en breve la
vida familiar; a mis ocho años, mi padre fue despedido de su trabajo por
razones que nunca entendía en esos años, le llamaban “reducción de personal” y teníamos que
abandonar el campamento. Bajamos pues “al plano” al pueblito campestre de
Requínoa, donde el aire era mejor, con árboles, vehículos y calles. Increíble era
que me gustaba el olor de las bencinas y su combustión,
los paseos a los cerros, todo lo verde, los animales, el comercio, campos y frutas;
hasta creía que Rancagua era lo mismo que Santiago. Razón de nuestro
alejamiento del campamento incurre en la decisión de seguir los estudios en el
liceo de los “Josefinos de Murialdo”, el lema era para mí muy curioso y debía
aprenderlo para siempre: “hacer y callar”. Allí conocimos a los profesores
Padres Ítalo, José, Elías, Juanito, el hermano Valente, y mis compinches de la familia Román, Zúñiga, López, Méndez,
Araya, Abarca, Caro, Díaz y tantos más, haciendo un compacto equipo de monaguillos,
soñadores: integrando el coro del colegio, participando en los desfiles
patrióticos y de la institución, con fiestas de navidad, de la iglesia y de la
patria, motivos que enriquecieron e hicieron posible una buena formación, con
valores cristianos, familiares y de vida.
Volví
algunas veces a mi ciudad especial: como olvidar “punta de rieles”, la Plaza
Morgan, las interminables escalas y la multitud de mineros con sus trajes y
afeites, engalanados a la espera del tren donde venían las familias, los
invitados, y….bueno….las sorpresas; era como un desfile hermoso donde creía
escuchar una obra que sonaba en el aire como “música para ver pasar muchachas”.
Recuerdo “La Junta, Coya, Caletones”, también la “quemada del tejo”, los boys scouts, los
bomberos, carabineros, las misas en la Iglesia San Lorenzo y la Gruta de la
Virgen. Recuerdo a “Ponchito” aquel día, las carreras de los camilleros que
avanzan todo lo rápido posible por las escalas, como tantas veces por algún percance,
accidente o emergencia. Queda mirando intentando descubrir a quien le tocará en
esta ocasión saber la noticia del accidentado o enfermo. Tenía tan solo ocho
años y el desconocido era su padre, con sus ropas de trabajo manchados de
sangre, una víctima más de la silicosis llamada la “enfermedad del
minero”-asesina y silenciosa, dejando sin padre a Ponchito, pero también a sus
hermanas: Laurita, Carmen, Lucy, Rosamel, Manuel, Luis Arturo, y dejando viuda
a la señora María y sin abuelo a este nieto quien hoy lo recuerda en estas sencillas
pero sentidas líneas.
Hoy Sewell
es una ciudad fantasma. También es declarada Patrimonio de la Humanidad, les
pertenece a todos. La silicosis es reconocida como enfermedad profesional y se
terminó el campamento y crecieron todas las ciudades “de abajo”. Hoy me parece-estoy
seguro- haber recibido un mensaje de las alturas, me ha llamado y pedido que
recuerde algo de su existencia, de lo vivido y aprendido, de lo mucho regalado,
del cariño recibido y los recuerdos sembrados. En esto estoy ahora, antes que
se me acabe el tiempo, cuando las ideas no logren hilvanarse, confunda la nieve
con la sal y no recuerde una vida maravillosa con mi familia. Es que de verdad
hay tristezas: los rodados en los camarotes, la tragedia del humo, de “Agua
Dulce” y que –queramos o no- cada día somos menos, menos los que la recordamos
y menos los que le suspiramos añorándola mi ciudad querida. Pero aún es posible
grabarla en pocas palabras, acercarme a cada uno y sueño llegar a todos, para
que todos puedan saber-como decía Oscar Castro, todo este intento sincero es asegurarte ciudad querida que sepas que
cumplimos tu anhelo de los sewelinos todos “para que no me olvides”, nosotros
siempre te llevaremos aquí en el corazón.
"Caqui de colores *Diciembre 2021"