miércoles, 1 de diciembre de 2021

* Sewell de mis amores

 


 Sewell de mis amores- un viaje al recuerdo, familia y vida.

 Sonreía siempre cuando mostraba mi carta de presentación oficial: “Nací, a diferencia de muchos, cerca del cielo, en la ciudad minera de Sewell; en plena montaña a los 2.000 msnm- lugar especial y mágico que poseía la mina subterránea más grande del mundo, una ciudadela curiosa, diferente, enclavada en la cordillera, tenía todos los servicios de comercio: bancos, iglesia, entretenimientos, colegios, hospital, correos, estadios y piscina-toda una ciudad que alcanzó a tener cerca de quince mil habitantes en su mejor momento. Eran los tiempos de la Braden Cooper Co, la empresa que manejaba la mina, con profesionales, trabajadores y centros de la industria. Las primeras películas en el país se inauguraban en su cine, clubes con las grandes orquestas, encuentros deportivos también; aparte de las fiestas de la primavera, fiestas patrias, de los clubes de bolos, fútbol, tejo y mucho más; había que tener variadas entretenciones y esparcimiento para tantos habitantes, familia y trabajadores. El hospital era el más adelantado del país y tenía los últimos avances tecnológicos. Allí en algunas de sus salas de maternidad logré abrir los ojos un día de diciembre para comenzar la vida, conocer y soñar con existencia mejor; después seguir en la escuela que con el número 63 iniciamos asustados una etapa muy importante con mi profesora la señora Isabel para aprender de lo bueno que tenía esta ciudad, la familia y la vida. Como era un sitio industrial, en todas partes había maquinarias, ruidos, olores, personal y movimiento de una gran empresa. Fue llamada “la ciudad de las escalas”, enclavada en plena montaña con edificios de muchas familias, con baños generales en los dos extremos separados por hombres y mujeres. Muchas familias y también edificios para solteros.

 Lo destacable: orden, seguridad ,”zona seca”, trabajo, un tren de trocha angosta que se empinaba tras seis horas de viaje para alcanzar los 58 kilómetros distantes de Rancagua, todo era cuesta arriba. Decía que “era como otro país: todo era diferente, no habían árboles, tampoco calles, pero sí una buena organización, también chimeneas, molinos, transportes, capachos, ascensores industriales, chancadores y mucha maquinaria; pero la fiesta para un niño como yo era :¡la nieve!. Blanca, generosa y abundante en los meses invernales, que eran los de ir a la escuela, como lo hacían los gringos.

Inolvidables esos días domingos, las películas matinée; recuerdo “Scaramouche”, que posibilitó a la salida del cine las peleas con espadas, alternando el perdedor que en la subida del camarote le tocaba “morir de la estocada” cayendo a un pequeña altura sobre la blanda nieve riendo y cambiando los papeles del ganador “ya, ahora mueres tú”. Llegaba ella, muy blanca y silenciosa y nos maravillaba al despertar con una blancura y brillando como un manto mágico cubriendo todo lo que alcanzábamos a mirar. El paisaje cambiaba todo, parecía novedoso y uniforme. Caminar era una odisea y lo inolvidable para un muchacho como yo era lanzarse en trineo cuesta abajo, aunque fueran pocos metros. Ése momento increíble aunque breve y emocionante, nos alegraba el corazón y nos llena de frescura.

Empezábamos la vida y las amistades. Los cumpleaños allí eran bien acompañados pero una noticia nos trae  un cambio tremendo que modificaría en breve la vida familiar; a mis ocho años, mi padre fue despedido de su trabajo por razones que nunca entendía en esos años, le llamaban  “reducción de personal” y teníamos que abandonar el campamento. Bajamos pues “al plano” al pueblito campestre de Requínoa, donde el aire era mejor, con árboles, vehículos y calles. Increíble era que me gustaba el olor de las  bencinas y su combustión, los paseos a los cerros, todo lo verde, los animales, el comercio, campos y frutas; hasta creía que Rancagua era lo mismo que Santiago. Razón de nuestro alejamiento del campamento incurre en la decisión de seguir los estudios en el liceo de los “Josefinos de Murialdo”, el lema era para mí muy curioso y debía aprenderlo para siempre: “hacer y callar”. Allí conocimos a los profesores Padres Ítalo, José, Elías, Juanito, el hermano Valente, y mis compinches  de la familia Román, Zúñiga, López, Méndez, Araya, Abarca, Caro, Díaz y tantos más, haciendo un compacto equipo de monaguillos, soñadores: integrando el coro del colegio, participando en los desfiles patrióticos y de la institución, con fiestas de navidad, de la iglesia y de la patria, motivos que enriquecieron e hicieron posible una buena formación, con valores cristianos, familiares y de vida.

Volví algunas veces a mi ciudad especial: como olvidar “punta de rieles”, la Plaza Morgan, las interminables escalas y la multitud de mineros con sus trajes y afeites, engalanados a la espera del tren donde venían las familias, los invitados, y….bueno….las sorpresas; era como un desfile hermoso donde creía escuchar una obra que sonaba en el aire como “música para ver pasar muchachas”. Recuerdo “La Junta, Coya, Caletones”, también  la “quemada del tejo”, los boys scouts, los bomberos, carabineros, las misas en la Iglesia San Lorenzo y la Gruta de la Virgen. Recuerdo a “Ponchito” aquel día, las carreras de los camilleros que avanzan todo lo rápido posible por las escalas, como tantas veces por algún percance, accidente o emergencia. Queda mirando intentando descubrir a quien le tocará en esta ocasión saber la noticia del accidentado o enfermo. Tenía tan solo ocho años y el desconocido era su padre, con sus ropas de trabajo manchados de sangre, una víctima más de la silicosis llamada la “enfermedad del minero”-asesina y silenciosa, dejando sin padre a Ponchito, pero también a sus hermanas: Laurita, Carmen, Lucy, Rosamel, Manuel, Luis Arturo, y dejando viuda a la señora María y sin abuelo a este nieto quien hoy lo recuerda en estas sencillas pero sentidas líneas.

Hoy Sewell es una ciudad fantasma. También es declarada Patrimonio de la Humanidad, les pertenece a todos. La silicosis es reconocida como enfermedad profesional y se terminó el campamento y crecieron todas las ciudades “de abajo”. Hoy me parece-estoy seguro- haber recibido un mensaje de las alturas, me ha llamado y pedido que recuerde algo de su existencia, de lo vivido y aprendido, de lo mucho regalado, del cariño recibido y los recuerdos sembrados. En esto estoy ahora, antes que se me acabe el tiempo, cuando las ideas no logren hilvanarse, confunda la nieve con la sal y no recuerde una vida maravillosa con mi familia. Es que de verdad hay tristezas: los rodados en los camarotes, la tragedia del humo, de “Agua Dulce” y que –queramos o no- cada día somos menos, menos los que la recordamos y menos los que le suspiramos añorándola mi ciudad querida. Pero aún es posible grabarla en pocas palabras, acercarme a cada uno y sueño llegar a todos, para que todos puedan saber-como decía Oscar Castro, todo este intento sincero  es asegurarte ciudad querida que sepas que cumplimos tu anhelo de los sewelinos todos “para que no me olvides”, nosotros siempre te llevaremos aquí en el corazón.

 "Caqui de colores *Diciembre 2021"

 

 

 


 

3 comentarios:

  1. Hermoso recuerdo de una época tan distinta del mundo minero, cuando la riqueza del cobre era explotada por empresas norteamericanas. Un primo hermano de mi madre, el párroco de Machali Luis Belmar, concurría los fines de semana a oficiar la misa. Solo una vez lo acompañé cuando era niño, en un lejano verano cuando iba a veranear a Machali, en una antigua parroquia que fue destruida por un fuerte terremoto y debió ser reemplazada por la que existe actualmente. Gracias amigo Chambeque por traer estos lindos recuerdos de nuestra memoria.

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  2. Comentario de Guillermo Alfonso Muñoz Leyton, un ex-bancario y colega de trabajo y amigo de Enrique Anguita Marchant.

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